Cada carta que se le escribe a un amigo o amiga que está lejos es una ventanita abierta a la vida de uno. Es dejarlo asomarse un rato para que vea algo. Para mí es más fácil abrir ventanitas con las palabras que con los hechos, por eso me siento más cerca de mis amigos cuando estamos lejos. Hablando de ventanitas vienen a mi mente las ventanitas de Otusco. Eran muy simples, eran tan sólo una atracción provinciana, nada comparado con Uyuni o con Machu Pichu, pocos viajeros se tomaban la molestia de desviarse de la ruta para ir a verlas. Pero a mí me sobrecogieron. Cuando entré al lugar y las observé a unos metros de distancia, cuando las vi así, en frente mío, me sentí profundamente conmovida, como una cuerda de guitarra a la que hace mucho no tocan y de repente empieza a vibrar tras ser pulsada.
Me dieron ganas de dibujar. No podía hacerlo en ese momento pero me dije que tenía que dibujarlas algún día. Eran tan bonitas, tan genuinamente bonitas. Todo era pequeño. Las flores eran humildes florecitas silvestres pero me transmitían una felicidad infantil y verdadera, pensándolo bien era como si me hubiera metido así sin más en el dibujo de un niño, como si de repente estuviera dentro del cuadro ganador del concurso de pintura de una escuela primaria y rural. Ni siquiera imaginármelas con las momias adentro me quitó esa percepción de su belleza. Las ventanitas habían sido hechas miles de años atrás entre unas rocas inmensas, unas montañas de roca para ser más exacta, no eran rectas, sus bordes oscilaban de acuerdo a las ondulaciones de la piedra y tenían a lo sumo un metro de profundidad, ahí dentro ponían a los muertos. Con los esqueletos se habrían visto igual o más bonitas.
Mi compañero de viaje no era el tipo de persona que se sobrecoge ante estas cosas, casi ni las miró, le pareció más divertido un niño que trabajaba de guía y recitaba una copla burlándose de Alan García. Tenía una cara angustiada e incómoda ese niño. Como si llevara mucho tiempo aguantando las ganas de ir al baño. Y lo repetía todo como una grabadora sin entender ni un ápice de lo que estaba diciendo, si uno le hacía una pregunta o no entendía una palabra y preguntaba ¿cómo? el niño empezaba de nuevo desde el principio. A mi amigo esto le causó mucha gracia y se la pasó todo el rato dándole monedas para que repitiera la copla chistosa y grosera sobre Alan García. Cada vez que el niño la recitaba él prorrumpía en risas, y es que la repetía como esos niños chiquitos que dicen de memoria un chiste grosero, sobre sexo, y todos los adultos se ríen, pero él niño no entiende qué es lo gracioso. Igual la sigue repitiendo. Le cayó tan bien ese pobre niño que me hizo tomarle varias fotos con él.
Yo veía que no era una simpatía real sino una burla. Él le daba una moneda y lo ponía a repetir otra vez el chiste. Había algo profundamente malvado en ello. Una vez un amigo me contó una historia de su niñez tan malvada como esta. No recuerdo exactamente cómo empezó pero lo cierto es que mi amigo vio a una niña comiendo tierra, pudo ser mientras jugaban o pudo ser que la niña quiso mostrárselo, no sé, el hecho es que la vio comiendo tierra y decidió contarle la historia a todos sus amigos, no le creyeron y se vio en la necesidad de demostrar que no era un mentiroso. Así es que buscó a la niña y le ofreció $100 a cambio de que comiera tierra delante de sus amigos, por cada amigo que él trajera le daría $100, como era de esperarse el rumor empezó a correr y muchos querían verlo. No sé cuántas veces esa niña tuvo que comer tierra, pero intuyo en todo ello una maldad profunda. Una maldad de la cual no queda más que reírse. O como esas hermanas que llamaban al hermanito chiquito cada vez que llegaba una visita para que tocara trompeta, el niño venía y hacía la mímica de estar tocando trompeta y todo el mundo se destornillaba de la risa, el niño lo hacía con esmero y creía que había mucho merito en ello, pero aquella vez se puso de muy mal humor y soltó con rabia y al borde del llanto: de qué se ríen mal paridos.
Me sabe mal. Pero aún así no deja de ser chistoso.
Al bajar hacia la salida pasamos por una cerca de piedra igualmente infantil. Ya desde arriba había visto unas ruinas como un dibujo de niño-todo era como un dibujo de un niño, inocente- y a una viejita que apareció de la nada y caminaba lentamente hacia la cerca. Ahora al pasar por ahí pude observar su rostro, pues ella nos salió al paso, cerca de por medio. Era como una brujita, con un sombrero grande; esta vez decidí pasar por la vergüenza de sacar la cámara y tomarle una foto en sus narices porque su aspecto era demasiado irreal y quería registrarlo, tal vez para no tomarme por loca luego cuando lo recordara. Dijo algo incomprensible, no sé si es que estaba hablando en quechua o en aymará, parecía no estar diciendo nada en absoluto, sólo borboteos y ruidos. No respondió a mis preguntas o lo hizo con esos ruidajos incomprensibles, ha de ser la edad, pensé, se ve como de 90 años. Finalmente, luego de varios gestos y murmullos amorfos, entendí que quería dinero. No le di. No sé si haya sido un acto mezquino, probablemente sí, pero el hecho es que me sentí ridícula intentando comprender lo que ella decía para descubrir luego que se trataba de algo tan triste como una limosna. Era como el niño grabadora que vendía su estupidez por unas míseras monedas y yo no quería ser como mi amigo que la compraba gustoso y se reía malévolamente.
Hace poco me encontré con un amigo que estuvo en Cajamarca, le pregunté si había visto a todas esas mujeres con esos sombreros como de bruja y me contestó que no vio ni una. Cuando yo estuve las había por todas partes y no se dejaban tomar fotos, sólo conservo la de esa viejita. Es como si hubiera ido a otro lugar.
Pero todo esto ha ido muy lejos, me disponía a escribirle una carta a una amiga y así, sin querer, he terminado hablando de las ventanitas de Otusco. Suele sucederme cuando me siento a escribir. Tal vez no sea necesario contar nada más en esta carta. En una próxima escribiré cómo estoy ahora en el presente y responderé las preguntas de la carta anterior. Hoy sobre ventanitas, ventanitas de la vida de uno abiertas a los amigos y las ventanitas de los muertos en Otusco. Y al escribir esta frase se me ha ocurrido que esa viejita y ese niño podrían ser unos muertos salidos de esas ventanitas.
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