Un cuentista que me gusta mucho es el británico Roald Dahl; conocido por su obra para niños,
especialmente por Matilda, Charlie y la fábrica de chocolate y los Gremlins,
sus cuentos para adultos son, a mi juicio, mucho mejores. La historia de este
escritor parece una historia de ficción: un poco difícil de creer; pero es bien
sabido que los escritores solemos contar nuestra propia historia haciendo
grandes omisiones y empleando hábiles trucos dirigidos a hacer de ella algo que
no puede ser calificado de falso, pues no mentimos, pero tampoco puede ser
creído del todo porque suena fantasioso, muy literario para ser cierto. Así
pasa con la vida de Roald Dahl, sospecho ciertas exageraciones encantadoras,
pero creo que dice la verdad.
Él
es una prueba de que hay gente que nace sabiendo contar historias y otra que
no, pero sobre todo de que las escuelas son altamente perjudiciales para la
gente con talento porque pasa con demasiada frecuencia que los maestros la
odian. Antes de los veintiséis años a Roald Dahl no se le pasó por la cabeza
ser escritor, debido seguramente a estos
informes de la escuela:
Trimestre
de verano, 1930 (edad 14 años). Redacción.
“Nunca he conocido un muchacho que de forma tan persistente escriba exactamente
lo contrario de lo que quiere decir. Parece incapaz de ordenar sus pensamientos
sobre el papel”.
Trimestre
de pascua, 1931, (edad 15 años) Redacción.
“Chapucero persistente. Vocabulario negligente, oraciones mal construidas. Me
recuerda un camello.”
Trimestre
de verano, 1932 (edad: 17 años). Redacción.
“Perezoso en todo momento. Ideas limitadas.” (Y debajo de éste, el futuro
arzobispo de Canterbury había escrito con tinta roja: “Debe corregir los
defectos que se indican en esta hoja”.)
¿Pero
cómo terminó siendo escritor o dándose cuenta de que lo era? Sucedió a su llegada a Washington en 1942
donde fue trasladado después de trabajar para la Royal Air Force como militar
aéreo. Antes de esto había trabajado para la Shell Oil Company en Tanzania y Kenia.
Durante la mañana del tercer día de su llegada a Washington el escritor C. S
Forester llamó a la puerta de su despacho en la embajada británica y le dijo:
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