Nos
alejamos de la parte turística por unos días, recorrimos pueblos polvorientos y
olvidados de Quintana Roo y Yucatán. Me sorprendía que geográficamente
estuvieran tan cerca de la parte turística cuando culturalmente estaban tan
lejos como Bogotá del Sahara. El pavimento azotado por el sol casi derretía los
neumáticos. En la carretera se asomó un niño vendiendo agua de coco. ¡Para! Le
dije a H, compremos agua de coco. Retrocedimos, el niño se acercó a nuestra
ventana, los músculos de la cara contraídos, los ojos semi cerrados, una mueca
de angustia:
_Se
murió una culebra. Y nos señaló algo atrás.
H y
yo volteamos a mirar, pero el punto no era completamente visible a los escasos
grados que nuestro cuello podía girar. Nos esforzamos, miramos en el
retrovisor, se veía parcialmente el cuerpo sin vida de una culebra, casi en la
mitad de la carretera.
_
¿Si?
_Se
murió, dijo el niño angustiado, tan angustiado como si se tratara de su madre.
_¿Nos
das dos?
Sacó
de una nevera de icopor dos bolsas de agua de coco. Estaban heladas, que
placer.
_Era
roja.
Le
pagamos y arrancamos. Seguro un carro le pasó encima, quería cruzar la
carretera, le dije a H. Seguimos en silencio, atesorando el sabor del último
trago de agua de coco.
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